Parece probable que si, al llegar al segundo grado, hubiéramos de evocar las impresiones del primero, volveríamos a encontrar todos los recuerdos elocuentes del abismo trasmundano.
Pero si las impresiones de lo que he llamado primer grado no acuden de nuevo al llamamiento de la voluntad, no obstante, después de un largo intervalo, ¿no aparecen sin ser solicitadas, mientras, maravillados nos preguntamos de dónde proceden?
Quien no se haya desmayado nunca no descubrirá extraños palacios y casas singularmente familiares entre las ardientes llamas; no será el que contemple, flotantes en el aire, las visiones melancólicas que el vulgo no puede vislumbrar, no será el que medite sobre el perfume de alguna flor desconocida, ni el que se perderá en el misterio de alguna melodía que nunca hubiese llamado su atención hasta entonces.
En medio de mis repetidos e insensatos esfuerzos, en medio de mi enérgica tenacidad en recoger algún vestigio de ese estado de vacío aparente en el que mi alma había caído, hubo instantes en que soñé triunfar.
Tuve momentos breves, brevísimos en que he llegado a condensar recuerdos que en épocas posteriores mi razón lúcida me ha afirmado no poder referirse sino a ese estado en que parece aniquilada la conciencia.
Muy confusamente me presentan esas sombras recuerdos de grandes figuras que me levantaban, transportándome silenciosamente hacia abajo, aún más hacia abajo, cada vez más abajo, hasta que me invadió un vértigo espantoso a la simple idea del infinito en descenso.
Luego el sentimiento de una repentina inmovilidad en todo lo que me rodeaba, como si quienes me llevaban, un cortejo de espectros, hubieran pasado, al descender, los límites de lo ilimitado, y se hubiesen detenido, vencidos por el hastío infinito de su tarea. Recuerda mi alma más tarde una sensación de insipidez y de humedad; después, todo no es más que locura, la locura de una memoria que se agita en lo abominable.