Desde
arriba, otro hombre, también grasiento
y ventrudo, vaciaba el lienzo y lo devolvía
al papelero junto con unas monedas.
Siempre como siempre se oían insultos,
regateos, amenazas. Un centenar de hombres,
en su mayoría escuálidos y alcoholistas,
llenaba la calle esperando turno.
Permanecían inmóviles, algunos
fumando; otros, estoicos, viendo fumar; otros
con los ojos entornados; otros sentados en
cuclillas; otros durmiendo;
otros hablando con monosílabos; otros
rascándose de abajo a arriba y viceversa;
y cuando alguien prorrumbía en quejas
contra el tirano, todos despertando de ese
ancestral
embrutecimiento, alzaban los puños,
rugían, aullaban, blasfemaban con el
odio, el desprecio y la rabia del menesteroso,
del desesperado,
del vencido, del que jamás tuvo nada.
En ocasiones contendían entre ellos.
Al menor descuido, desaparecía una bolsa.
El ladrón andaba por ahí, escondiéndose,
alejándose.
El otro seguía sus pasos, le corría
dando vueltas; se paraba, volvía a correr,
hasta atraparlo. A la disputa de derechos,
sucedía la violencia,
triunfando el más fuerte.