normale rallentato |
Ya era entrada la mañana cuando la diligencia partió para Alcolea. El día se preparaba a ser ardoroso. El cielo estaba azul, sin una nube; el sol brillante; la carretera marchaba recta, cortando entre viñedos y alguno que otro olivar, de olivos viejos y encorvados. El paso de la diligencia levantaba nubes de polvo.
En el coche no iba más que una vieja vestida de negro, con un cesto al brazo.
Andrés intentó conversar con ella, pero la vieja era de pocas palabras o no tenía ganas de hablar en aquel momento. En todo el camino el paisaje no variaba; la carretera subía y bajaba por suaves lomas entre idénticos viñedos. A las tres horas de marcha apareció el pueblo en una hondonada. A Hurtado le pareció grandísimo. El coche tomó por una calle ancha de casas bajas, luego cruzó varias encrucijadas y se detuvo en una plaza delante de un caserón blanco, en uno de cuyos balcones se leía: Fonda de la Palma.
—¿Usted parará aquí? —le preguntó el mozo.
—Sí, aquí.
Andrés bajó y entró en el portal. Por la cancela se veía un patio, a estilo andaluz,
con arcos y columnas de piedra. Se abrió la reja y el dueño salió a recibir al viajero.
Andrés le dijo que probablemente estaría bastante tiempo, y que le diera un cuarto
espacioso.
—Aquí abajo le pondremos a usted —y le llevó a una habitación bastante grande,
con una ventana a la calle. Andrés se lavó y salió de nuevo al patio. A la una se comía. Se sentó en una de las mecedoras. Un canario, en su jaula, colgada del techo, comenzó a gorjear de una manera estrepitosa. La soledad, la frescura, el canto del canario hicieron a Andrés cerrar los ojos y dormir un rato.
Le despertó la voz del criado, que decía:
—Puede usted pasar a almorzar.
Entró en el comedor. Había en la mesa tres viajantes de comercio. Uno de ellos era un catalán que representaba fábricas de Sabadell; el otro, un riojano que vendía tartratos para los vinos, y el último, un andaluz que vivía en Madrid y corría aparatos eléctricos. El catalán no era tan petulante como la generalidad de sus paisanos del mismo oficio; el riojano no se las echaba de franco ni de bruto, y el andaluz no pretendía ser gracioso.
Estos tres mirlos blancos del comisionismo eran muy anticlericales.
La comida le sorprendió a Andrés, porque no había más que caza y carne. Esto, unido al vino muy alcohólico, tenía que producir una verdadera incandescencia interior. Después de comer, Andrés y los tres viajantes fueron a tomar café al casino. Hacía en la calle un calor espantoso; el aire venía en ráfagas secas como salidas de un horno.
No se podía mirar a derecha y a izquierda; las casas, blancas como la nieve, rebozadas de cal, reverberaban esta luz vívida y cruel hasta dejarle a uno ciego.
Entraron en el casino. Los viajantes pidieron café y jugaron al dominó. Un
enjambre de moscas revoloteaba en el aire. Terminada la partida volvieron a la fonda a dormir la siesta.
Al salir a la calle, la misma bofetada de calor le sorprendió a Andrés; en la fonda los viajantes se fueron a sus cuartos. Andrés hizo lo propio, y se tendió en la cama aletargado. Por el resquicio de las maderas entraba una claridad brillante, como una lámina de oro; de las vigas negras, con los espacios entre una y otra pintados de azul, colgaban telas de araña plateadas. En el patio seguía cantando el canario con su gorjeo chillón, y a cada paso se oían campanadas lentas y tristes...
El mozo de la fonda le había advertido a Hurtado, que si tenía que hablar con
alguno del pueblo no podría verlo, por lo menos, hasta las seis. Al dar esta hora, Andrés salió de casa y se fue a visitar al secretario del Ayuntamiento y al otro médico. El secretario era un tipo un poco petulante, con el pelo negro rizado y los ojos vivos. Se creía un hombre superior, colocado en un medio bajo. El secretario brindó en seguida su protección a Andrés.
—Si quiere usted —le dijo— iremos ahora mismo a ver a su compañero, el doctor Sánchez.
—Muy bien, vamos.
El doctor Sánchez vivía cerca, en una casa de aspecto pobre. Era un hombre grueso,
rubio, de ojos azules, inexpresivos, con una cara de carnero, de aire poco inteligente. El doctor Sánchez llevó la conversación a la cuestión de la ganancia, y le dijo a Andrés que no creyera que allí, en Alcolea, se sacaba mucho. Don Tomás, el médico aristócrata del pueblo, se llevaba toda la clientela rica. Don
Tomás Solana era de allí; tenía una casa hermosa, aparatos modernos, relaciones...
—Aquí el titular no puede más que mal vivir —dijo Sánchez.
—¡Qué le vamos a hacer! —murmuró Andrés—. Probaremos.
El secretario, el médico y Andrés salieron de la casa para dar una vuelta. Seguía aquel calor exasperante, aquel aire inflamado y seco. Pasaron por la plaza,
con su iglesia llena de añadidos y composturas, y sus puestos de cosas de hierro y esparto. Siguieron por una calle ancha, de caserones blancos, con su balcón central lleno de geranios, y su reja, afiligranada, con una cruz de Calatrava en lo alto. De los portales se veía el zaguán con un zócalo azul y el suelo empedrado de piedrecitas, formando dibujos.
Algunas calles extraviadas, con grandes paredones de color de tierra, puertas enormes y ventanas pequeñas, parecían de un pueblo moro. En uno de aquellos patios vio Andrés muchos hombres y mujeres de luto, rezando.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Aquí le llaman un rezo —dijo el secretario; y explicó que era una costumbre que se tenía de ir a las casas donde había muerto alguno a rezar el rosario. Salieron del pueblo por una carretera llena de polvo; las galeras de cuatro ruedas volvían del campo cargadas con montones de gavillas.
—Me gustaría ver el pueblo entero; no me formo idea de su tamaño —dijo Andrés.
—Pues subiremos aquí, a este cerrillo —indicó el secretario.
—Yo les dejo a ustedes, porque tengo que hacer una visita —dijo el médico.
Se despidieron de él, y el secretario y Andrés comenzaron a subir un cerro rojo, que tenía en la cumbre una torre antigua, medio derruida. Hacía un calor horrible, todo el campo parecía quemado, calcinado; el cielo plomizo, con reflejos de cobre, iluminaba los polvorientos viñedos, y el sol se ponía tras de un velo espeso de calina, a través del cual quedaba convertido en un disco blanquecino y sin brillo. Desde lo alto del cerro se veía la llanura cerrada por lomas grises, tostada por el sol; en el fondo, el pueblo inmenso se extendía con sus paredes blancas, sus tejados de color de ceniza, y su torre dorada en medio. Ni un boscaje, ni un árbol, sólo viñedos y viñedos, se divisaban en toda la extensión abarcada por la vista; únicamente dentro de
las tapias de algunos corrales una higuera extendía sus anchas y oscuras hojas.
Con aquella luz del anochecer, el pueblo parecía no tener realidad; se hubiera creído que un soplo de viento lo iba a arrastrar y a deshacer como nube de polvo sobre la tierra enardecida y seca.
En el aire había un olor empireumático, dulce, agradable.
—Están quemando orujo en alguna alquitara —dijo el secretario.
Bajaron el secretario y Andrés del cerrillo. El viento levantaba ráfagas de polvo en
la carretera; las campanas comenzaban a tocar de nuevo. Andrés entró en la fonda a cenar, y salió por la noche. Había refrescado; aquella impresión de irrealidad del pueblo se acentuaba. A un lado y a otro de las calles, languidecían las cansadas lámparas de luz eléctrica.
Salió la luna; la enorme ciudad, con sus fachadas blancas, dormía en el silencio; en
los balcones centrales encima del portón, pintado de azul, brillaban los geranios; las
rejas, con sus cruces, daban una impresión de romanticismo y de misterio, de tapadas y escapatorias de convento; por encima de alguna tapia, brillante de blancura como un témpano de nieve, caía una guirnalda de hiedra negra, y todo este pueblo, grande, desierto, silencioso, bañado por la suave claridad de la luna, parecía un inmenso sepulcro.
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